17. EL CABRIEL ACARICIA EL PUENTE DE VADOCAÑAS
Los
seres humanos tenemos pleno derecho a sentir aficiones por unos temas y
desapego por otros. Si no, seríamos todos iguales, con el aburrimiento
consiguiente. Entre mis temas preferidos se encuentra, desde siempre, una
incontenible atracción hacia los puentes, todos los puentes, en los que
encuentro una evidente importancia como elemento de comunicación entre dos
orillas en apariencia separadas, distantes, aisladas, pero que gracias a los puentes
pueden quedar enlazadas, salvando la distancia entre ellas. Hay aquí, por
supuesto, una metáfora evidente.
Me
gustan los puentes, todos los puentes, desde los pequeños, de piedra,
construidos apenas para salvar un riachuelo, y que los pueblos, por generalización
simplista suelen llamar “romanos”, cuando en realidad quedan poquísimos de
aquella época y la mayoría de los que así se denominan son medievales, hasta
los más grandes, los espectaculares no solo por sus dimensiones sino también
por su tremenda implicación en el paisaje. Ahora, en este camino arriscado,
entre breñas atrevidas que proclaman la cercanía de los Cuchillos del Cabriel,
entre inesperados brotes de vides y atravesando junto a ruinas de lo que fueron
antañonas instalaciones agropecuarias, nos acercamos a uno de los puentes más
grandes que es posible encontrar por estos senderos conquenses. En el camino
encontraremos arroyos y ramblas, como la de Mortanchinos, que si ha decidido
traer agua, es preciso cruzar como se pueda.
Hacia
el Cabriel, caminando entre bosques de coníferas y parcelas de viñas, como un
milagro de la astucia agrícola surgida en estos rodales rocosos, donde parece
sólo podrían vivir alimañas se llega a un lugar sorprendente, casi misterioso,
envuelto en soledad y silencio. El camino surge junto al santuario de
Consolación, que es término de Iniesta situado entre Villarta y Villalpardo,
sigue junto a una rambla casi siempre seca, bordea las Casas del Rato, una
construcción antigua, otra moderna y luego las ruinas de viejos molinos de agua
y siguiendo esa ruta sinuosa y encrespada, se llega a Vadocañas, que fue aldea populosa, con una venta
caminera que servía de alojamiento para los trajinantes empeñados en ir desde
la Meseta a Levante o viceversa.
Todo
eso es pasado, remembranzas con las que contar historias a la luz de la lumbre,
si ahora se mantuviera semejante costumbre. La aldea llegó a tener 30 edificios
y un centenar de habitantes que, seguramente, no eran conscientes de la
considerable belleza del puente que tenían ante la vista y que sigue
existiendo, elegante, poderoso, capaz de tolerar sin problemas el paso de los
ganados. Existía ya en 1575, porque la Relación Topográfica lo encomia de
manera considerable, al explicar que es "de piedra
labrada, fecha a costa de esta villa y repartimientos de vecinos y con gran
gasto, que duró años (...) de un sólo ojo y de gran altura y anchura. Pasan
carros y gentes. Dicen ser la mayor y mejor y de grandes y mayores piedras del
reino y pasan bestias, y todo lo demás, de Toledo y otras partes a Valencia y
Requena". De ese
relato se deduce que el puente estaba recién construido, financiado por los
propios vecinos de Iniesta, seguramente porque se había arruinado otro
anterior, de madera, al que se mencionaba unos 30 años antes. Y ahí está, sigue
estando, ofreciendo a la vista una impresión visual de consideración, con su
atrevida altura, 80 metros
desde su borde hasta la superficie del río, pero lo más espectacular es que
tiene un solo ojo, caso nada frecuente en este tipo de construcciones, lo que
le convierte, dicen, en una de las más importantes obras de ingeniería en
Europa en tal tipo de construcción.
Aquí
terminan las hoces del Cabriel y ahí está, cinco siglos después, impertérrito y
bellísimo en su impávida soledad, el puente de Vadocañas. A este lado, Cuenca;
al otro, Valencia, unidas así, sin fronteras ni pontazgos, enlazando ambas
orillas del río y dos territorios secularmente enlazados, que para eso sirven
los puentes, si hay inteligencia suficiente para trazarlos y construirlos.
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